lunes, 25 de febrero de 2013

Tortilleras




La semana pasada, nuestro querido ex-alcalde de Alicante, Díaz Alperi, fue pillado in fraganti sometiéndose a una sesión de manicura en un pleno de la Corts. Luego nos ponen como nos ponen a los alicantinos. Bueno, da igual. Como fui a comer a casa, mamá me volvió a contar el suceso –como lleva haciéndolo desde que se enteró– y me avisó de que no tenía nada para cenar esa noche. Cuando mamá utiliza estas palabras, sé que es lo que viene a continuación: “Nena, mírate La Verdad a ver si esta noche hay alguna presentación de libro con tortilla”. No hay problema: si no quiere cocinar, andamos por ahí aguantando presentaciones-truño para salvar el final de la jornada. Papá se somete a los rigores de una tapa de ensaladilla en el bar de abajo y la Viruta se traga las sobras de la mañana, pero a nosotras dos nos gusta el peligro un poco más.

En la sede de la Confederación Empresarial de la Provincia de Alicante, se presentaba el libro, escrito a cuatro manos por dos arquitectos locales, Nadar entre los escombros. Como vimos que por detrás del asunto estaba el Colegio de Arquitectos y los empresarios de la provincia, imaginamos que las bandejas de tortilla y el jamón nos satisfarían el hambre nocturnal. Mamá tiene un sorprendente nivel de aguante cuando hay manduca de por medio. El pastelón que nos tragamos fue monumental: en la mesa había cuatro tipos de diversos grados de almíbar cultural. Los cinco rezumaban ese néctar verbal que vuelve diabético al más pintado: citas, poses, re-citas, re-poses, autocomida de cuellos... Todo era plúmbeo y monocorde. En la esquina derecha de la mesa hablaba un cubano enhebrador de citas en francés con un acento más de criollo que de hijo de la patria de Baudelaire; al lado un joven de bigote feble y voz quebradiza (a veces yo misma me tenía que cerciorar de que no estuviera debajo de la mesa) cantaba las excelencias de las ilustraciones del libro; a continuación, uno de los autores, un tipo rubio de melena en catarata hacia la derecha y con cierto aire a hijo de Ruiz Mateos, movía la punta de la lengua en el interior de su boca, haciéndola subir por el carrillo derecho hasta que la soltaba de un latigazo y la chasqueaba cual llama peruana joven; el otro coautor era un individuo de baba intelectual, un algodón dulce de feria que manaba infinitamente de un pozo y que tenía tres guiones repartidos entre sus dos apellidos. Hora y media sobre el futuro de la arquitectura, los “contenedores de personas” y el post-pladur como solución para la edificabilidad de chozas... Perdí a mi mamá. Cuando la encontré, había rapiñado toda ración de tortilla que había interceptado a portagayola. Luego se puso boba –también se le da bien el vino– con un señor que había sido representante de Dyango cuando éste no se había injertado aún pelo, tal como él mismo le contó. El hombre se propasaba y mi madre se dejaba querer, entre otras cosas, porque el dyanguero había ido allí a lo mismo que nosotras.

En fin, que no compramos el libro, nos pusimos como ninfas invitadas a una degustación de vinos selectos y tuvimos que llevar al representante (completamente ciego) a su casa. 

A veces pienso que el mundo de los libros es lo único que nos queda para salvar del desánimo y del hambre a parias como el 75% de los allí congregados. Siempre nos quedará la cultura. Besos y horchata.

martes, 19 de febrero de 2013

¿La felicidad en el centro comercial?




Hoy la tarde solar me regaló una luz poliédrica que cortaba los edificios de la Playa de San Juan justo en la nitidez de sus aristas. Un cuadro cubista en 3D en mi Alicante querido. En el trabajo (curro en la oficina de una ETT que me contrata con sueldo de ettista auténtica) me dieron día libre para “ajustar las horas con los días...bla, bla, bla, bla”. En fin, que pude ver el sol del martes como hace mucho tiempo no disfrutaba.

Desayunando en la cafetería del Tinet mi tostada con tomate y mi té verde, me papé La Verdad completa y me hice el sudoku por la patilla. Leí con gran alegría que en la misma Playa de San Juan se construiría un centro comercial de 3ª categoría (esto quiere decir con supermercado, que, como se podrán imaginar, no será otro que un Metadona). No es que me encante la idea, pero es una ampliación del campo de batalla para llevar a mis padres a pasear cuando llegue la gota fría. El Pere, mi compañero de mesa en la oficina, dice que eso es bueno; que los ecologistas darán mucho por el cul, pero que España se va al carajo si no hacemos estas cosas. “Mira, guapa, que el personal no quiere Eurovegas porque es la ley de Oklahoma puesta en Madrid; que no quiere sacar el petróleo canario que está a 60 kilómetros de la costa porque jode el medio ambiente de la isla (y al final se lo llevará el moro)... no, aquí sólo queremos que se instale Google y, además, si hay que pagar para eso, se paga y punto. ¡Anda ya, xiquet! ¡Que están los tíos tirándose por la ventana!" Pere es un señor engominado que parece que hereda los abrigos de un hermano que le dobla en peso y en altura. Ama Italia gracias a Ryanair, que lo deja caer por allí cuando pilla billetes a 25 pavos ida y vuelta. Lo hace todo en el trabajo: los encuentra, los compra y los imprime. “Un día te vienes conmigo, Mariluz, que te vas a enterar de lo que es la Bella Italia de verdad”. Me horroriza. Me mira los pechos con un deseo canino cada vez que me habla. Pienso que cree que el resto de mi busto es un mero estorbo y que las tetas escuchan con devoción monjil su verbo grasiento y chulesco.

Sospecho que la vida embalsamada de estos centros comerciales es una metáfora a lo grande de sus usuarios, como los hombres-estatuas lo son del momento en el que vivimos: ganar dinero sin hacer nada, esperar a que el sustento venga de alguien que, por el mero hecho de que estés ahí plantado, ya te suelta la pela. En fin, que me voy al camastro porque mañana el Pere espera tempranito a las dos compañeras silenciosas que cuelgan de mi busto. Bona nit, amics.

lunes, 18 de febrero de 2013

Sábado flamenco




El sábado por la tarde cogí a mi madre y la monté en el coche con dirección a Elche. Mi amiga Reme, que es más triste que una playa sin sol, se colgó también. Hubo que dejar a la Viruta en la guardería de perros. Cinco euritos la hora, sin comida; mi madre, antes de dejarla, se encargó de cebarla bien por medio de una tarta de chocolate con su nombre escrito con nata. Mi padre tenía baile de salón y no lo iba a perdonar por quedarse con esa barra de mortadela con patas que ladra. El hombre sigue requebrando a todas las señoras del barrio en sus ratos de soltería pasajera y entiende que un chucho no puede ser un obstáculo para ese ratito de solaz senil y verde.

Tras abandonar a la Viruta a su 
suerte (ni lloró la muy cabrona), enfilamos la carretera de Elche para asistir al concierto de la Niña Pastori. Eso de la música en directo combinada con las urgencias de la crisis está de perlas: ahora cualquier artista se tiene que batir el cobre dándolo todo en un escenario si quiere llegar a fin de mes y pagar la máquina de rayos uva. Antes bastaba con vender unos discos, hacer unas cuantas galas y anunciar foie gras Apis para vivir en condiciones. El único que pudo escapar con el techo asegurado fue la larga del Ramoncín. El resto, a cantar y a bailar. Claro que la música en directo tiene sus contraindicaciones: sangría total por la espabilación de los promotores (80 pavos del ala que pagué por mamá y por mí), niñatismo y dolor de pies, pero la Pastori se lo merece todo. Sí, lo sé, que es morralla flamenca, flamenquito, música comercial... Eso me dicen en el trabajo. Mira que lo he intentado con el flamenco grande; incluso un día fui a ver a la carajaula de la Esperanza Fernández y me aburrí bastante. Es verdad que la Niña Pastori es también un cromo (supongo que el Photoshop lo usa como otras las pinturas de Avon); aun así admiro su gracejo natural a pesar de que soy consciente de que su música nace con vocación de banda sonora de Vuelta Ciclista a España.

En fin, que allí llegamos con una gresca tremenda formada en la taquilla. Un tipo enano me pegó un codazo y (creo) quiso sustraerme las entradas del bolsillo del abrigo aprovechando el tumulto. Una vez dentro, conminé a mi madre para que fuéramos al servicio antes de sentarnos. Una cola de poliúricas se apretaba en fila india cuando vimos a un grupo de desalmados que destrozaba las ventanas del baño para colarse en el concierto. Cristales y peñascos saltando por los aires y mujeres embutidas en vestidos de rafia corriendo despavoridas. Volví a ver al enano con los ojos inyectados en sangre cabalgando hacia el interior de la sala. Frenesí flamenco para oír música por la patilla. “Ni de coña”, me dije. Le puse un pie por en medio al tipejo y vi como se comía el quicio de la puerta. Maltrecho, fue llevado por los de seguridad hasta el exterior. Buena soy yo.

El concierto estuvo resultón. La Reme bostezó mil veces y mi madre durmió directamente, llamando en sueños a la Viruta. Un golferas me agarró de la cintura en un intento de confraternizar en el baile de una rumba. Lo mandé a la mierda porque el tío me preguntó que si yo era gitana. Nada: bises ahumados con candela de paja y de vuelta a casa hecha trizas. No hay nada como volver a la cama tras una noche de música.

domingo, 17 de febrero de 2013

Amor maduro y máquinas de ozono


Ayer me fui a pasear palmito a Torrevieja con mis padres. La Concejalía de la Tercera Edad (sic) reconocía a los matrimonios que llevaran más de medio siglo casados sin precisar si enamorados también. Mis progenitores tienen la manía de sentarse atrás aunque no haya nadie en el asiento del copiloto, así que durante el recorrido pude observarlos enmarcados en el espejo retrovisor: mi madre iba maravillosa con un tocado a lo Billy Holliday y mi padre iba con el botón de la camisa desabrochado a la espera de llegar al evento y anudarse la corbata. Desconecté al canal auditivo (se reprochaban que la Viruta, perra anciana y compañera de ambos, se hubiera comido una rueda de churros con chocolate sin dar la vuelta prescriptiva al barrio) y me dejé llevar por la vista del mar camino de Torrevieja, intentando avistar un meteoroide o, en su defecto, un meteorito de esos que están cayendo por los Urales. Nada. Mi padre me pegó una colleja (tengo 40 años) porque no le había contestado a la pregunta de si había que bailar en la recogida de premios. A él le encanta; a mi madre no, claro.

He de reconocer que me vi reflejada en las hijas acompañantes de padres enamorados: todas éramos modernas y más o menos estilizadas a golpe de dieta Dukan, spining y barritas de chocolate escamoteadas al bolso de Adolfo Domínguez. Clónicas, como nuestros papás y mamás, vestidos para la ocasión con colores chillones ellas y con trajes de corte trasnochado ellos. Ningún hijo, sólo uno bastante mariquita que estuvo todo el tiempo arreglándole a la madre el vestido. Me desencanté de que ninguna de las hijas tuviéramos el arrojo de comentarnos algo. Me acerqué a una ninfa neumática y rubia para bromear sobre el vestido de su madre que era como el de la mía: “A tu madre le queda mejor”, le dije. “Mi madre no es una gorda”, me contestó. Me retiré dolida porque creo que la señora se llevaba con mi madre tan sólo 200 gramos de diferencia por abajo.

Llegó el alcalde y la concejala. Atril, palabritas emotivas (Platón, la vida como camino, la fogosidad inicial convertida en cariño –y una mierda– y los frutos de ese amor que ahora estábamos allí, haciendo de esa fiesta un momento mágico). Blablablá. Pasaron por el escenario: ramo de flores y unos gemelos de alpaca con el escudo de Torrevieja. Picoteo, baile (mi padre le entró a todas las viejas con maridos prostáticos sentados en sillas) y final.

Vuelta a casa con mi padre roncando y mi madre diciéndome que la señora que llevaba su mismo vestido estaba más gordita que ella. No dije nada. Me sumergí en lo más profundo de mi cerebro para bucear entre los corales de mis ideas sobre el amor. Después de una vida de semisolterona (de la que me ha sacado algunos besugos malintencionados, inspiradores de mis más sucios deseos de venganza) me veo trajinando a mis padres para que reciban de manos de unos politicuchos locales un ramo de flores y unos gemelos de alpaca. Flores y alpaca, sospecho que eso es el amor en sus inicios y en sus finales. En fin, que si mezclamos cobre, níquel y cinc obtendremos la fórmula de los finales cansinos y de lo que sólo los políticos de Torreviaja homenajean aún. Por cierto, antes de irnos, los metieron a todos en una sala (sin sus hijas) para intentar venderles una máquina de ozono. Estoy mirando la caja apoyada en el suelo del salón de casa (sí, vivo con ellos) y me resulta desasosegante. Ya les contaré.