La semana pasada, nuestro
querido ex-alcalde de Alicante, Díaz Alperi, fue pillado in
fraganti sometiéndose a una
sesión de manicura en un pleno de la Corts. Luego nos ponen como nos
ponen a los alicantinos. Bueno, da igual. Como fui a comer a casa,
mamá me volvió a contar el suceso –como lleva haciéndolo desde
que se enteró– y me avisó de que no tenía nada para cenar esa noche. Cuando mamá utiliza estas palabras, sé que es lo que
viene a continuación: “Nena, mírate La Verdad
a ver si esta noche hay alguna presentación de libro con
tortilla”. No hay problema: si
no quiere cocinar, andamos por ahí aguantando presentaciones-truño
para salvar el final de la jornada. Papá se somete a los rigores de
una tapa de ensaladilla en el bar de abajo y la Viruta se traga las
sobras de la mañana, pero a nosotras dos nos gusta el peligro un
poco más.
En
la sede de la Confederación
Empresarial de la Provincia de Alicante, se presentaba el libro,
escrito a cuatro manos por dos arquitectos locales, Nadar
entre los escombros.
Como vimos que por detrás del asunto estaba el Colegio de
Arquitectos y los empresarios de la provincia, imaginamos que las
bandejas de tortilla y el jamón nos satisfarían el hambre
nocturnal. Mamá tiene un sorprendente nivel de aguante cuando hay
manduca de por medio. El pastelón que nos tragamos fue monumental:
en la mesa había cuatro tipos de diversos grados de almíbar
cultural. Los cinco rezumaban ese néctar verbal que vuelve diabético
al más pintado: citas, poses, re-citas, re-poses, autocomida de
cuellos... Todo era plúmbeo y monocorde. En la esquina derecha de la
mesa hablaba un cubano enhebrador de citas en francés con un acento
más de criollo que de hijo de la patria de Baudelaire; al lado un
joven de bigote feble y voz quebradiza (a veces yo misma me tenía
que cerciorar de que no estuviera debajo de la mesa) cantaba las
excelencias de las ilustraciones del libro; a continuación, uno de
los autores, un tipo rubio de melena en catarata hacia la derecha y
con cierto aire a hijo de Ruiz Mateos, movía la punta de la lengua
en el interior de su boca, haciéndola subir por el carrillo derecho
hasta que la soltaba de un latigazo y la chasqueaba cual llama
peruana joven; el otro coautor era un individuo de baba intelectual,
un algodón dulce de feria que manaba infinitamente de un pozo y que
tenía tres guiones repartidos entre sus dos apellidos. Hora y media
sobre el futuro de la arquitectura, los “contenedores de personas”
y el post-pladur
como solución para la edificabilidad
de chozas... Perdí a mi mamá. Cuando la encontré, había rapiñado
toda ración de tortilla que había interceptado a portagayola. Luego
se puso boba –también se le da bien el vino– con un señor que
había sido representante de Dyango cuando éste no se había
injertado aún pelo, tal como él mismo le contó. El hombre se
propasaba y mi madre se dejaba querer, entre otras cosas, porque el
dyanguero
había ido allí a lo mismo que nosotras.
En
fin, que no compramos el libro, nos pusimos como ninfas invitadas a
una degustación de vinos selectos y tuvimos que llevar al
representante (completamente ciego) a su casa.
A veces pienso que el mundo de los libros es lo único que nos queda para salvar del desánimo y del hambre a parias como el 75% de los allí congregados. Siempre nos quedará la cultura. Besos y horchata.
A veces pienso que el mundo de los libros es lo único que nos queda para salvar del desánimo y del hambre a parias como el 75% de los allí congregados. Siempre nos quedará la cultura. Besos y horchata.